Cada verano las escuelas de cine y universidades arrojan al mercado centenares de jóvenes deseosos de convertirse en cineastas, o cuando menos, profesionales de esta mal llamada: industria.
Desde hace un año dedico algunas horas semanales a la docencia en un curso de cine y es recurrente debatir con ellos sobre su futuro. Interiormente lo que yo me pregunto es en qué ha de consistir su formación como creadores de un cine libre, auténtico y también competitivo. Para tales respuestas no existen manuales, atajos, ni fórmulas matemáticas. Son jóvenes que ya han filmado centenares de horas pero que carecen de criterio analítico sobre el cómo ni el por qué filmar. De ahí que mi primer objetivo es transmitir y enamorarse de lo sagrado y diverso que puede ser el cine. Porque también aquí, la globalización no ha servido para expandir la variedad, sino para perpetuar la oligarquía de un cine estandarizado desde Hollywood. A sus veinte años, el desconocimiento del cine español o europeo contemporáneo y menos aun el cine clásico es casi absoluto.
Tengo la impresión que hace veinte años, cuando la oferta de ocio era muy inferior a la actual, existían más reductos donde el cine se reivindicaba como arte. El cine clásico se emitía y analizaba en un espacio fijo en la televisión pública y uno podía toparse con propuestas alternativas en los llamados cines de arte y ensayo donde algunos descubrimos nuestra vocación. La idea de un cine que surge al encuentro del espectador novel ha cambiado. Hoy los descubrimientos son virtuales, se concentran en las redes sociales y no los ofrecen los críticos sino los estudios o las grandes productoras comprando a los llamados influencers, cuyo criterio es, a menudo, dudoso.
Mi amor por el cine se fraguó asistiendo en familia a las salas de cine o viendo los eternos cineforums televisados en la segunda cadena. Tuve la suerte de que la pasión se me inculcó en casa. Los que no tuvieron esa fortuna dispusieron quizás de algún maestro que supo trasmitir ese amor por las otras artes: literatura, teatro, música o las bellas artes.
La escuela y la universidad, son un espacio de salvación para la hoy impopular profundidad en el arte o la cultura. Como docentes tenemos una responsabilidad histórica y no podemos sucumbir a la presión de dejarnos llevar por la ligereza y ni el tedio. En nuestras manos está condenar a las generaciones venideras a una idea empobrecida del cine donde la evasión prevalece sobre la profundidad. Es necesario dejar entrar el cine en el aula, como se hizo con otras artes, y no solo cuando los jóvenes ya creen haber descubierto su vocación, sino en primaria y secundaria donde aun puedan descubrir, con el correcto acompañamiento la multiplicidad de tonalidades que el séptimo arte ofrece.